A las seis de la mañana te subías sobre tu auto
pintando de negro con detalles amarillos y en su techo llevaba el cartel
de Taxi.
A las seis y diez paraste frente a un semáforo de color rojos donde aprovechaste a encender el cartelito de libre para comenzar a trabajar.
A
eso de las siete menos diez de la mañana agarraste a tu primer pasajero
sobre la costanera, era una pareja veintiañera, murmuraste un ¿A dónde los llevo?
Que fue contestado de pura casualidad, ya que el joven estaba
entretenido con la boca de la chica, y esta tenía sus manos ocupadas con
algunas partes del cuerpo de su chico. Por dentro maldeciste el tener
que aguantar unas cuarenta cuadras esa escena detrás de ti.
Por
eso a las ocho y diez agradeciste que te dejaran torpemente el dinero
sobre la palma de tu mano para luego abandonar el asiento trasero, una
vez que escuchaste la puerta cerrarse pisaste el acelerador para
detenerte dos cuadras después.
“Hacia tribunales por favor”
te exigió una mujer de unos cuarenta años, bien mantenidos, que al
instante de dejar su cartera sobre su regazo y su portafolio a su lado
se olvido de tu presencia y comenzó una charla a través del teléfono
celular, supusiste que era abogada al escucharla decir “¡¿Eres inútil o que?! ¡Como vas a dejar ir al testigo sin insistirle en que cuente todo!”,
seguidas veces en el día te tocaban pasajeros con profesiones como
esas, has llegado a enterarte de casos con finales fatales los cuales
terminaban con un “Bueno, ofrécele unos tres mil pesos para que dicte sentencia a nuestro favor” de parte de los abogados y desde ese entonces desconfianzas bastante mucho de ellos.
Para las nueve y media apagaste el libre y
te detuviste en un bar a tomar un café con media lunas saladas y
disfrutar un poco de lectura; cuando terminaste la última punta de la
medialuna pagaste los dieciocho pesos y volviste a subirte al mercedes.
“¿Esta en servicio?”
te pregunto una anciana, con una calida sonrisa respondiste que si y
pusiste en marcha el motor para dirigirte hacia el ANSES, la señora se
encargo de contarte que ese día cobraba la jubilación y como todos los
abuelos de la ciudad (y del país) se quejo de que era muy poco lo que le
daban. “Yo estoy sola, mis hijos ya tienen su
familia pero viste hijo que hoy en día mil quinientos pesos no es nada
ni para una sola persona…”, vos solo asentías y te limitabas a guardar tus opiniones políticas para ti.
Eran
diez y veinte en el momento en que dejaste a la señora en la puerta del
ANSES cuando detrás de ella subieron una madre con tres criaturas, un
bebe, una nena de seis años y una preadolescente, una vez más en aquel
día colocaste tu pie en el acelerador y te dirigiste hacia la zona sur
de la ciudad, a mitad de camino te mordías los labios para no gritarle a
la nena de seis años que se callara, a las tres cuadras de comenzar el
viaje había comenzado a molestar a su hermana mayor, tus ojos se
achicaron cuando viste como la madre la zarandeo del brazo para que se
calmara pero sabías que no tenías que meterte, era cosa de familia pero
si del zarandeo subía a un golpe te veías en la obligación de
reaccionar.
Agradeciste que a las once menos cuarto esa pequeña familia hubiera abandonado tu lugar de trabajo y decidiste apagar el libre
para tener un paseo de pura tranquilidad, estaba a punto de comenzar la
hora pico y tenías que tener la mente en punto muerto para no estallar.
Para
las siete de la tarde no veías la hora de apagar el cartelito rojo
definitivamente y dirigirte derecho hacia tu casa a descansar, durante
la tarde ya no eras un oyente gratuito o un observador mudo, para esa
hora te habías convertido en el taxista con diploma en psicología.
A
la hora de siesta tomaste a una pasajera que venía a los insultos
limpios porque había aumentado la verdura y la carne, por ende te
comenzó una conversación contra el gobierno y las autoridades de la
ciudad, vos respondías pero siempre cuidando no dar muchos detalles de
tu ideología.
Ya a mitad de la tarde, un padre con sus hijos
recién salidos del colegio te pidieron que los alcanzaras hasta detrás
de la cancha de Newell's Old Boys, esos dos pequeños para tu sorpresa te
alegraron el largo viaje, con sus ocurrencias te sacaron una que otra
carcajada y hasta te mordías tu labio por la ternura que te causaba su
inocencia.
Ahora solo te quedaba una hora de viaje y era la más
eterna del día, ibas derechito por el centro de la ciudad rezando que
nadie elevara su mano para detenerte, tus ojos viajaron hacia el reloj
que parecía plasmado en tu celular y sonreíste, eran las siete y media
de la tarde. Decidido apagaste el libre y pusiste el acelerador a fondo.
Quitaste
el equipo de música junto con la documentación del auto, con la mano
que te quedo libre lo cerraste mientras con un pequeño cabeceo saludaste
a El Negro que pasaba caminando con su bastón frente a tu casa,
cuando estabas abriendo la puerta de entrada escuchaste unas risas que
te obligaron a voltearte y sonreíste al reconocer a Dani, Jonathan y
Maurito, quienes te saludaron con un “Hola ¿todo bien?” al mismo tiempo.
Cuando
pudiste ver el pasillo de tu casa, suspiraste feliz, eso significaba
que tu día laboral había finalizado, con ansias cerraste la puerta y
caminaste esos pocos metros que te separaban de tu casa, abriste y
cerraste la puerta gris que había en mitad del pasillo y le sonreíste a
ella que te miraba desde la pequeña ventanita que había a un costado.
Segundos
fueron lo que tardaste en entrar, dejar todo sobre la mesa y sin
importarte que ella tuviera sus manos cubiertas por guantes de goma
amarrillos lleno de espuma causado por el detergente, la tomaste de la
cintura y diste vueltas por toda la cocina.
Ella reía, reía
porque amaba que tuvieras esos arranques de adolescente enamorado,
cuando la dejaste nuevamente frente al fregadero, te rodeo tu cuello con
cuidado de no mancharte la ropa y te beso con amor y suma delicadeza.
Te
costo pero te separaste para dejarla terminar de lavar, tus ojos vieron
el humo que salía de aquella olla color marrón, y te viste tentado en
saber que estaba cocinando, guiso de arroz amarillo con pollo, la boca
se te hizo agua pero sabías que si metías mano ella era capaz de hacerte
dormir en el fondo con el perro.
Por lo tanto luego de inhalar
un poco ese rico aroma te dispusiste ir a cambiarte de ropa, necesitabas
tu short gris y tu remera blanca que usabas para estar entre casa,
cuando ibas hacia tu habitación escuchaste ruido en la primera
habitación que tenía cortinas rosas y celestes.
Reíste al
escuchar como ella te decía que primero te cambiaras y luego irías a
jugar con aquellas personitas que se encontraban dentro de la
habitación, cinco minutos después ella desde la cocina te sonrío al ver
que le habías echo caso y siguió concentrada en preparar la mesa para la
cena.
Nuevamente te paraste frente a la puerta marrón oscura de
madera y sin golpear ni anunciar tu presencia ingresaste en ella. Las
dos personitas que vivían ahí giraron sus rostros para ver quien era el que interrumpía un juego serió de la casita robada.
Te
agachaste y estiraste tus brazos a lo largo, una cabellera rubia
repleta de rizos que rebotaban en el aire fue la primera en levantar su
cola y dar los torpes pasitos hasta llegar a esconderse en un costado
tuyo, la otra cabecita castaña completamente lacia prefirió gatear hasta
llegar a tu costado libre y fundirse en un abrazo.
Se dedicaron a
jugar un rato hasta que la voz de la mujer mayor de la casa sonó
llamando para comer, ambas miniaturas se pararon y estiraron sus manitos
para que vos las cubrieras con las tuyas y entre risitas se acercaron a
cenar junto a ella.
Durante una hora (a veces tardaban mas),
cenaron la deliciosa comida preparada por ella, vos te dedicabas a
comentar lo que había sido tu día mientras la ayudabas a darle de comer a
los pequeños, a veces ambos reían al ver que él con su boca cubierta de
salsa se entrometía en la conversación contando su día en el jardín,
ella era mas reservada y solo se dedicaba a comer, vos siempre te
estirabas para llenarla de besos en uno de sus cachetes inflados hasta
que sus manitos te echaban.
Cuando degustaban de la torta de
vainilla hecha por la abuela materna, era cuando escuchabas a tu mujer
hablar de lo que fue su día hasta que era la hora de acostar a los
mocosos.
Vos te dirigiste hacia la cama que tenía un acolchado
con autos de carrera para acostar a Tomas, quien segundos después de
escuchar un “Que Dios cuide y proteja tus sueños…” cerro sus ojitos, sonreíste al escuchar un ruido extraño que hacia con su boca siempre que se dormía.
Luego
de darle un beso en la frente y acomodarle mejor la colcha, te
acercaste a la otra cama con acolchado de Minnie, donde Milagros luchaba
para no dormirse hasta no terminar de escuchar el cuento que su mamá le
estaba contando, minutos después tomaste de la mano a Mariana, tu
mujer, para luego apagar la luz y cerrar la puerta.
Eran las once
de la noche cuando por fin te encontrabas en tu cama quitándole
delicadamente cada prenda de ropa a Mariana, mientras ella hacia lo
mismo con vos.
Eran las once y diez cuando tu cuerpo estaba
sobre el de ella y te dedicabas a besarle cada parte del cuerpo, sin
olvidarte ningún rincón, a las y cuarto era ella la que se dedico a
besarte y acariciar cada parte de tu cuerpo como sabía que te gustaba.
Para
las menos veinte sus cuerpos eran uno solo, los gemidos se mezclaban,
sus piernas se entrelazaban sin saber cual era cual, sus labios se
encontraban pegados sin poder (ni querer separarse) y a las menos cuarto
gracias a un gemido silencioso supieron que habían llegado a la cima de
la felicidad.
A las doce en punto, tu cuerpo estaba rodeado por
el de ella y cuando tus ojos la observaron dormir tranquilamente sabías
que eras feliz.
No te importaba levantarte a las seis de la
mañana para salir a dar vueltas por mas de diez horas alrededor de toda
la ciudad aguantado historias de personas desconocidas, cuando sabías
que al regresar estaban ellos para llenarte de felicidad, Tomas con su
pasión por todo y sus ganas de crecer rápidamente, Milagros con su
dulzura y su seriedad ante las cosas; y ella Mariana quien te acepto con
quince años y con diecinueve te dio la familia mas hermosa que hubieras
deseado, ella Lali quien se desvivía por enamorarte cada día mas como
vos lo hacia para con ella.
Cuando un nuevo bostezo se escapo de
tus labios, estiraste tu brazo para apagar la lámpara que había sobre tu
mesita de luz y sin quitarte a Mariana de alrededor de tu cuerpo, te
(la) acomodaste mejor en la cama, estabas a punto de vencerte ante el
sueño cuando corroboraste algo una vez mas: eras plenamente feliz.
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